Entré allí, de nuevo, sin a penas conocer a nadie -aunque conocía muy bien a quien conocía. Se acabó el sarao y aquello resultó ser mucho más grande de lo que me había parecido la primera vez. Los perdí de vista, se apagaron las luces, me perdí en las escaleras. De repente oí una música sonar a lo lejos que inmediatamente reconocí. Intenté averiguar de dónde venía, y cuando por fin tenía una dirección, apareció alguien que no me esperaba. Yo no la conocía, aunque sabía quién era. Ella no sabía quien era yo -ni yo tampoco. Aunque fue simpática, no tuve más remedio que evitarla. No pude tomar la dirección de la música. Subí corriendo las inmensas escaleras y aparecí en un sitio que me resultó, con mayúsculas, familiar: era la casa de la abuela.
Todo estaba en penumbra, a excepción de una luz blanca procedente de la cocina, que me invitó a pasar. Y allí estaba ella, susurrándose quién sabe qué cosas (nunca sé qué), con su mandil desgastado colgado del revés, con su camisa de flores de verano encima de su jersey de invierno. Allí estaba ella, cual científico en su laboratorio, cual poeta en su escritorio. Con el fregadero lleno de cacharros usados, el suelo pegajoso, lleno de migajas de dulzura. Los cristales de las ventanas estaban empañados: dejaban ver los garabatos que yo había hecho hace mucho tiempo (¿por qué no los habría limpiado?) Y ella estaba allí, amasando, con las manos llenas de barro, llenas de cariño. Esta vez hacía galletas. Y hacía tantas como tanto siempre hace de todo -de todo lo que nos gusta.
Ella siempre come poco, siempre dice estar llena casi antes de empezar. Se sienta la última, acaba la primera, se da media vuelta en la silla y nos observa. Y es que el dulce que más le gusta es vernos sonreír.
Todo estaba en penumbra, a excepción de una luz blanca procedente de la cocina, que me invitó a pasar. Y allí estaba ella, susurrándose quién sabe qué cosas (nunca sé qué), con su mandil desgastado colgado del revés, con su camisa de flores de verano encima de su jersey de invierno. Allí estaba ella, cual científico en su laboratorio, cual poeta en su escritorio. Con el fregadero lleno de cacharros usados, el suelo pegajoso, lleno de migajas de dulzura. Los cristales de las ventanas estaban empañados: dejaban ver los garabatos que yo había hecho hace mucho tiempo (¿por qué no los habría limpiado?) Y ella estaba allí, amasando, con las manos llenas de barro, llenas de cariño. Esta vez hacía galletas. Y hacía tantas como tanto siempre hace de todo -de todo lo que nos gusta.
Ella siempre come poco, siempre dice estar llena casi antes de empezar. Se sienta la última, acaba la primera, se da media vuelta en la silla y nos observa. Y es que el dulce que más le gusta es vernos sonreír.
Aunque no era lo que buscaba, era lo mejor que podía haber encontrado.
La echo de menos.
La echo de menos.