martes, 20 de agosto de 2013



R. recorría la misma calle que yo por distinta acera. Caminaba envuelto en su abrigo, con un sombrero verde y las manos metidas en los bolsillos. Yo me adelantaba unas manzanas sin mirar atrás, pero con cuidado de no perderlo. Subía las escaleras corriendo, lo esperaba arriba conteniendo el aliento y cuando por fin llamaba, yo abría la puerta sin responder. Aún sin quitarse la ropa podía percibir el olor que emanaba de su cuerpo. Su olor era un oasis de sosiego.


La noche no quiere venir
para que tú no vengas
ni yo pueda ir.
F.G.L.


Pero R. las traía consigo. Las noches con historias de piratas, en las que una taza de té se quedaba fría mientras se alzaba Ítaca entre mis sábanas. Entonces se abría un pequeño habitáculo en el giro del mundo al que no alcanzaban las horas, en el que nada más importaba.

Tan solo a unas horas del amanecer, antes de marcharse, me dejaba un beso detrás de la puerta.
La noche se apagaba con el eco de sus pasos en la escalera.