martes, 11 de octubre de 2011

En el piso que me cuidó de pequeña, en el pasillo en el que un día quise ser Mary Poppins y elevarme en el aire gracias a mis carcajadas artificiales. En ese mismo pasillo entré volando queriendo llegar hasta el final. Las paredes se hicieron aire y de repente estaba en otro lugar, dejando todo atrás a mi paso (o aleteo): árboles, las montañas de Despeñaperros, el río que a penas llevaba agua,... La visión era parecida a la de la ventana de un tren en marcha. A él también lo dejé atrás, y me miró al pasar a toda velocidad. Era un adiós involuntario, con los ojos me decía que no estaba pasando. De repente estaba de nuevo en el pasillo de casa, en suspensión. Aún no había llegado al final. Mi objetivo era salir por la última ventana de la derecha, que estaba entreabierta. Cuando mi cuerpo estaba ya casi afuera, sentí que alguien me estaba agarrando los pies y me impedía salir. Era otra vez él. Intenté ascender con todas mis fuerzas y no recuerdo cómo, al final lo conseguí.
Salí volando por la ventana, con los tobillos llenos de lágrimas.
Lágrimas que preguntaban por las mías. Lágrimas que me invitaron a pasear.

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